RUBÉN MOREIRA
Hay un momento,
un lugar en el que el torero sabe que solo queda un paso para jugarse la vida.
El instante previo a estar solo, cara a cara con el toro.
El de la verdad.
Ese sitio es la puerta de cuadrillas, antes justo
de sonar clarines y timbales para hacer el paseillo. Allí donde debería ser
lugar sagrado para la intimidad del artista antes de entregarse en cuerpo y
alma a la verdad pura del toreo. Allí se ve, muchas veces, la predisposición
del matador ante su momento más crucial. Allí, en ese trance tan importante del
diestro, se pudo ver a Francisco Rivera Ordóñez la última tarde que actuó en
Salamanca antes de sustraer el nombre de su malogrado padre para arañar más corridas,
como se postraba sentado en el primer escalón de las escaleras de la meseta de
toriles. Piernas abiertas, manos en la entrepierna y cara de despreocupación
total, de indiferencia. Sólo le faltaba encenderse el cigarro del subalterno
pidecaladas.
Pues bien, remontémonos ahora al año 2005, mismo
escenario, la Plaza de Toros de La Glorieta. Mismo lugar, la puerta de
cuadrillas. Pero distinto protagonista ¡Y tan distinto! Vamos, como comparar
una tarde de verano en la piscina de la urbanización plagada de niños tirándote
las pelotas con un atardecer en un acantilado oyendo el suave susurro de las
olas del mar.
Ese ser distinto era Morante de la Puebla. Su rostro en la
puerta de cuadrillas era serio. Su mirada, perdida en el infinito. La sensación
que transmitía era que la iba a liar esa tarde.
Y la lió, vaya
que la lió. Jamás he visto así dos uniones, la del torero con el público y la
del torero con el toro. La unión con los tendidos fue de expectación, de
respeto, de profundos silencios, de desgarrados olés y ensordecedores aplausos.
Y al final, de veneración y gratitud absoluta. Nunca he visto la plaza de
Salamanca así. Según fue trazando las faenas el de la Puebla, los tendidos se
iban silenciando, como si un leve susurro pudiera interrumpir tal creación
artística que se estaba representando en el ruedo. Después de cada tanta rugían
aplausos contenidos que se desbordaban. Así, conteniendo la respiración y
soltando la emoción se fue desarrollando aquel vínculo hasta que acabó, José
Antonio, poniendo a Salamanca en píe
Con respecto a la unión con el animal, fue
perfecta, en los dos toros, con las dos telas y con ambas manos, daba igual.
Aquello parecía un baile orquestado, suave y delicioso entre ambos.
Las verónicas de Morante eran vuelos de faralaes,
la figura encajada del de la Puebla acompañaba a la perfección su toreo al
compás. La barbilla en el pecho, la planta de torero en cada pase y lo cerca
que se lo pasaba a los de El Pilar estaban convirtiendo esa tarde en algo muy
especial. Pero fue su sensibilidad al tratar al toro, la suavidad con la
muleta, la creatividad del sevillano lo que encumbraron a aquel 16 de
septiembre de 2005 en una tarde para el recuerdo, en una tarde para la
historia.
Morante de la Puebla, suspiró profundamente cuando
acabó la faena a su segundo toro, lo había dado todo. Sólo cortó una oreja
aquel día, la recogió, pidió permiso a presidencia y, dirigiéndose al público
salmantino, se inclinó e hizo una reverencia. El respetable ya estaba a sus
pies. Lo de la oreja, no tenía importancia ¿Qué importaba el acero esa tarde
cuando se había visto el arte en su máxima e inigualable expresión? Cinco años
después, si se les preguntase a los aficionados ¿Quién fue el único torero que
salió por la puerta grande en la Feria de Salamanca de 2005? Seguramente nadie
se acordaría. Pero si se les preguntase por el triunfador, les temblarían las
carnes y dirían “Un inolvidable Morante de la Puebla”.
Después de aquella actuación tenía Morante firmada
una encerrona con seis toros en Ronda. José Antonio lo canceló, su explicación:
“No puedo, me vacié en Salamanca”. Ese mismo día, aquel maestro vino de Sevilla
para vaciar su alma en Salamanca, llenando a su vez, el corazón de los
salmantinos para siempre.