DE MONAGUILLO A MATADOR DE TOROS
Con el paso de
los años, y si echo la vista atrás… sólo puedo sonreír. Porque mi vida en el
mundo del toro únicamente puede traerme buenos recuerdos.
Momentos imborrables de felicidad que me hicieron
pensar como un adulto cuando aún era un niño, e ilusionarme y emocionarme como
un niño cuando ya he pasado la sesentena. Porque he sido, soy y seré matador de
toros. Hasta que cierre los ojos por última vez. Y eso… eso siempre será un
orgullo.
Mis tardes para el recuerdo vuelan en el tiempo
hasta el comienzo de todo. Yo era un niño y estudiaba en un colegio para ser
cura. Parece mentira que fuera por aquel entonces cuando aquel monaguillo, en
uno de sus permisos, y por pura casualidad, se encontrara con una entrada para
ir a los toros. Se la habían regalado a mi padre, pero no podía ir, así que me
presenté en La Glorieta. Creo que todavía no había cumplido los once años. Pero
tuve una suerte increíble porque aquella tarde toreaban en un festival, El Viti
y Antonio de Jesús.
Lo que allí ocurrió fue tan llamativo para mí, tan
especial, que salí de la plaza toreando. Y, ya en casa, cambié el rosario por
un mantel y comencé a torear por los pasillos. Todavía puedo ver la cara de mi
padre. Y sus palabras: “Este niño está loco”.
Pero esa locura no se pasaba. Intenté seguir
estudiando, pero fue en balde. Me resultaba imposible ponerme delante de los
libros y mi pensamiento estaba en poder torear. Así que me escapaba de las
clases para hacer, nunca mejor dicho, novillos, y me acercaba hasta el lugar en
el que entrenaban los toreros.
De esta manera, y
con 15 años, toreé mi primera becerra. Y fue tal la sensación que puedo
prometer que la enfermedad del toro me entró sin solución y sin remisión. Ya no
había marcha atrás.
Aún puedo recordar mi primer viaje a Madrid. Yo no
había salido nunca de Salamanca y sólo el hecho de montar en tren ya supuso
toda una experiencia para mí.
Me dirigía a la capital, junto con un amigo, para
alquilar mi primer vestido de luces. Y ahí estaba el niño altiricón y
delgaducho que no sacaba la mano del bolsillo ni para rascarse. En el pantalón,
a buen recaudo, llevaba 3.500 pesetas, que era un dinero para aquella época. Y
puedo prometer que tengo incrustado el olor de la sastrería Linares. Aquel olor
característico no he podido olvidarlo. Ni la ilusión de tener mi primer
vestido, aunque fuera alquilado.
Después, debuté sin caballos en Burgos y recuerdo,
como si hubiese estado ayer, aquel hotel. Victoria, se llamaba, y podría
describirlo a la perfección. Sentimientos, sonidos y olores que tengo metidos
en las entrañas. Esa tarde se lidiaron novillos de Clodoaldo Rodríguez y actué
junto a Adolfo Rojas y Diego Fuentes. No puedo describir lo que sentí aquella
tarde. Corté tres orejas y salí a hombros lo que favoreció firmar una exclusiva
para torear 15 novilladas por aquella zona castellana.
Después… vinieron
las prisas, que nunca son buenas. Y aunque lo deseaba con toda el alma, al año
siguiente debuté con caballos, toreé cuatro veces en Madrid y, entre otras
plazas, triunfo en Pamplona, Vitoria, San Feliú, Lloret (que por aquel entonces
había una afición bárbara), y al siguiente año triunfo en Barcelona, Zaragoza o
Valencia. Y, todo “rodao”, tomo la alternativa en Barcelona de manos de Paco
Camino y teniendo a El Cordobés como testigo.
Rápido. Fue todo demasiado rápido. La subida y la
bajada. Pero tengo el orgullo de haber compartido cartel con todas las figuras
del toreo de entonces en la mayor parte de las ferias importantes de España,
Francia y Portugal. De enamorarme del toreo de Antonio Ordóñez. De admirar y gozar
de la amistad de Santiago Martín “El Viti”, quien desde siempre fue el espejo
en el que mirarme. Y estoy orgulloso de haberme retirado cuando no vi las cosas
claras. Y darme cuenta que mi vida debía girar por otros derroteros, aunque
siempre en contacto con el mundo del toro, al que sigo ligado bajo el prisma
del romanticismo, el cariño y el respeto. Gracias al mundo del toro. Porque en
él me hice. Y porque en él, aunque sea desde mi elegida distancia, moriré.
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